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Historias de vida

Fabián es de sangre valiente

A pesar de la ausencia del factor IX en su sangre, una proteína encargada de la coagulación, este santandereano ha aprendido a vivir con hemofilia. Lo único que lo mantiene unido a su enfermedad es un tratamiento que deben aplicarle tres veces por semana, de por vida.

A unos 10 kilómetros desde el aeropuerto Internacional Palonegro –situado en el municipio de Lebrija (Santander) y que presta servicios a la ciudad de Bucaramanga– se encuentra ubicada la vereda Puyana. Para llegar, es necesario recorrer un terreno quebrado y destapado y guiarse por carteles que, con flechas, van marcando el camino hacia este destino.

Un poco más adelante de la capilla católica de dicha vereda, en una casa que goza de una vista privilegiada a los paisajes de la geografía colombiana, vive Fabián Hernando. Tiene 16 años y cursa 9º en el Colegio Integrado Nuestra Señora de las Mercedes, de Lebrija. Su materia favorita es matemáticas. De hecho, quiere ser docente de esta área o ingeniero de sistemas porque, en sus palabras, no le gustaría “estudiar algo que no tuviera que ver con matemáticas”.

Detrás de este adolescente de rostro amable y sonrisa fácil se esconde una historia de supervivencia, luego de que una enfermedad genética irrumpiera abruptamente en el hogar de los Serrano Zárate hace poco más de una década, la misma que ha estado presente en varios de sus parientes.

Cuando Fabián tenía alrededor de 5 años, estaba jugando cerca a la camioneta de su abuelo paterno. Era hora de almuerzo y su mamá pidió a uno de sus hermanitos que lo buscara para comer. Al escuchar el llamado, el pequeño pasó por debajo de la carrocería del vehículo y en un momento, antes de salir, levantó la cabeza y se pegó en la parte de atrás, con una esquina del carro. Ese mismo día no sangró, solo se le formó una costrica en la zona del golpe.

“A los dos días, me acuerdo tanto. Yo estaba trabajando con mi esposo, cuando uno de mis hijos salió corriendo y me dijo que el niño estaba sangrando. Subí yo a mirar y sí, era por el golpecito que había tenido en la cabeza. El niño empezó a sangrar y sangrar y mi esposo me dijo: «amor, báñelo, está haciendo demasiado calor, de pronto es por eso». Y yo lo bañé y le eché bastante agua y nada, cuando le estaba limpiando la cabecita, le salía más sangre, demasiada. Entonces yo me asusté y le dije a mi esposo: «papi, llevémoslo al médico, porque no es normal»”, narra su madre, Doris Zárate Supelano.

Luego del paso por otras dos instituciones prestadoras, el menor fue recibido en la E.S.E. Hospital Universitario de Santander, en Bucaramanga (antes conocida como Hospital Ramón González Valencia). Allí fue atendido por un médico que indagó acerca de los antecedentes familiares relacionados con su situación de salud. “En mi familia hay varios casos, pero usted no cree que le va a pasar, tristemente me pasó y yo no me acordaba de que en mi familia había. El doctor me preguntó el nombre del medicamento que le suministraban a mi hermano y a mis sobrinos y yo le dije que era Immunine factor IX (9). Entonces él mandó a traer ese medicamento y ordenó aplicárselo al niño de inmediato y eso fue lo que le paró el sangrado”, explica Doris.

Seguidamente, le hicieron varios exámenes y salió positivo para esa patología. ¿Cuál? Hemofilia B, un trastorno hemorrágico hereditario causado por la falta de una proteína en la sangre, denominada factor IX, que cumple funciones de coagulación. Sin la cantidad suficiente de dicho factor, la sangre no puede coagular adecuadamente, por lo que se complica controlar el sangrado.

A partir de ahí, de acuerdo con el relato de Doris, comenzó el tratamiento para el pequeño, afiliado a Coosalud. “Nos tocaba ir al González Valencia. Íbamos dos veces por semana, los lunes y los jueves. Entrabamos allá a la habitación donde atienden a todos los pacientes con cáncer. Me tocaba ir siempre a mediodía con él. En ese entonces, mi situación económica era muy difícil, solo llevaba lo del transporte. Allá había unas personas que les llamaban las ‘damas rosadas’ y nos regalaban un cafecito, un pan. Yo recibía eso y a mi hijo siempre me tocaba comprarle una ensaladita, llevarle algo de comer”.

Y continúa: “Al principio fue muy duro, demasiadísimo, diría yo, porque uno se siente culpable como mamá, porque una (la mujer) es la que transmite la enfermedad, pero el hombre es quien la padece. Tengo cuatro hijos varones y, gracias a Dios, ninguno más tiene hemofilia, solamente él (Fabián), que es el último de mis hijos varones (…) Y todos en la casa éramos: «Fabián, no corra; Fabián, no se caiga; Fabián, esto y aquello», todos con la precaución, por el mismo motivo, por el miedo, porque al principio usted no conoce la enfermedad, al principio usted no sabe qué hacer, entonces le lleva tiempo poder conocerla y aprender a convivir con ella”.

Doris manifiesta que, no obstante y, por fortuna, su hijo ha podido llevar una vida como la de cualquier persona sana. “Conocí a un niño llamado Duván cuando iniciamos en el programa de hemofilia. Él llegaba con muchos problemas. El bracito no lo podía mover, era como todo pegadito; en una pierna también tenía un problema. Allá conocimos niños con problemas como en el cerebro y que con nada hacían hemartrosis (hemorragia en las articulaciones), eran muy delicados, en cambio, Fabián no. Cuando hace mucho esfuerzo, le viene el sangrado por la nariz un ratico y ya o cuando hace demasiado sol, pero, de resto, el niño puede hacer todas sus actividades, siempre las ha hecho normal. Me colabora mucho a mí en el campo, acá en la finca, con los animales”.

Y es que precisamente los animales son el gran amor de Fabián, como él mismo lo comenta: “en mis tiempos libres, apoyo a mi mamá, lo que más me fascina son los animales. Tengo pollos, tengo cerdos… y pues a mí me parece superchévere alimentarlos y estar con ellos. Si a mí me regalan unos pollos, yo les pongo mucho empeño. También cuando toca sacar la cosecha, yo ayudo. Hay que recogerla, ayudar a cultivar; a veces, hasta sembrar, literalmente, uno aprende de todo (…) Tenemos guayabos, guanábanos, papayos; banano, plátano, auyama… De eso, una parte nosotros la consumimos acá y, la otra, la vendemos en la plaza campesina (en Lebrija)”.

 

Su tratamiento que, por el momento, está indicado de por vida, es lo único que mantiene unido a Fabián con su enfermedad. Si bien, al principio, empezó dos veces por semana, la dosis le fue aumentada a tres veces, teniendo en cuenta una lesión que le salió en un pie durante su crecimiento. “El tratamiento se llama profilaxis. Un enfermero viene a la casa desde Bucaramanga todos los lunes, miércoles y viernes y le aplica el medicamento, que es intravenoso. Son unas cajitas que traen en un termo, porque siempre toca manejarlo con refrigeración. Durante el aislamiento por la pandemia también venían, nunca han fallado”, puntualiza Doris.

“Mi proceso con la enfermedad no ha sido tan difícil, pero tampoco tan fácil. Uno tiene a veces complicaciones, pero yo intento llevar una vida cotidiana normal. Hay obstáculos y uno sabe que los hay, porque hay cosas que no puede hacer, pero uno puede llevar una vida normal con una enfermedad mientras que uno se sepa cuidar y se sienta bien”, indica, por su parte, Fabián.

Aunque, desafortunadamente, su nieto –el primogénito de Laura, su única hija– fue diagnosticado también con hemofilia, Doris siente que en esta ocasión será más llevadero hacerle frente a esta patología, porque ya están familiarizados con ella. “Es que ya sabemos del tema, pero cuando no, usted se asusta, llora, usted no sabe qué hacer”, apunta.

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