Esta niña tenía todas las condiciones para irse de este mundo, pero pudieron más las oraciones de su madre, el amor por la vida y la asistencia de Coosalud EPS.
Quienes conocen la historia de Ana María Holguín Velásquez están convencidos de que Dios la trajo a este mundo para una misión especial.
Piensan eso porque las condiciones de salud con que nació, y los inconvenientes que más adelante se le presentaron, hacían presagiar que posiblemente sus pies no permanecerían en este planeta por mucho tiempo.
María Velásquez Martínez, su madre, residente en la vereda Cañaveral, en jurisdicción del municipio de Angostura, en Antioquia, cuenta que la niña nació con síndrome de Down, que los médicos detectaron tiempo después del nacimiento, puesto que el embarazo se desarrolló de manera normal; y, al momento de llegar al mundo, no daba muestra de padecer tal condición.
Ana María nació diez días antes de la fecha prevista por los pediatras, quienes lograron que el parto fuera natural, pero después de ese proceso la tuvieron hospitalizada diez días, durante los cuales no se le detectaron problemas respiratorios o cardíacos, como suele suceder con los niños que vienen con el síndrome de Down.
Sin embargo, al momento de la entrega a María, los galenos recomendaron que acudiera a una cita médica en quince días. Efectivamente, en esa misma cita, el médico que atendió a Ana María comenzó a sospechar la presencia de la enfermedad, aunque se notaba muy leve.
Posteriormente, un neurólogo de Medellín confirmó que, en efecto, la niña tenía el síndrome.
“Me entristecí muchísimo cuando me dieron la noticia —recuerda María Velásquez—, pero rápidamente acepté la situación, entre otras cosas, porque la niña iba teniendo el desarrollo físico normal de cualquier niño. A los cuatro meses decía ‘papá’. A los seis meses decía ‘papá y mamá’; y a los 16 meses comenzó a caminar. Por eso, el médico decía que el síndrome no se podía diagnosticar todavía, porque la niña iba creciendo sin ningún contratiempo. Pero, más adelante, un genetista confirmó que sí había síndrome de Down”.
Esta vez, la confirmación no perturbó tanto a la madre, quien ya se venía acostumbrando a la condición de la niña. Pero sí sintió que se le estremeció el mundo —y hasta se quiso morir, como ella misma lo confiesa— cuando, al cumplir 3 años y un mes de existencia, los médicos descubrieron que padecía leucemia.
Unos días antes había sufrido la picadura de un gallo, ataque a raíz del cual se le hinchó la piel y los ojos se le tornaron de un color negro muy oscuro. Por ello, los médicos del municipio de Angostura tomaron muestras de sangre que mostraron una hemoglobina demasiado baja. Lo siguiente fue enviarla a Medellín.
María y sus dos hijos viven en una finca, por lo que el descubrimiento de los médicos la perturbó demasiado. Que la niña estuviera padeciendo además un cáncer significaría que debía salir de su residencia y radicarse por cuatro meses en Medellín, una ciudad que poco conocía y que, obviamente, le generaba muchos temores y expectativas.
No obstante, no vaciló un momento en trasladarse a la capital, aún a costa de que sus animales y sus sembrados se perdieran, mientras la casa se iba llenando de rastrojos que le daban un aspecto de ruina a lo que antes ella había cuidado como una tacita de plata.
Un domingo de Pascua, en el municipio de Yarumal, un médico alertó que la niña estaba muy grave y en peligro de morir. Así que se le asignó una ambulancia y la trasladaron a Medellín.
En el Hospital San Vicente de Paúl confirmaron la presencia de una leucemia de las más agresivas. Las quimioterapias se iniciaron un jueves en que ya todo estaba listo para darle de alta a Ana María, pero una médica detectó, después de una revisión de fosas nasales, que la niña tenía aspergilosis invasiva (infección grave con neumonía) y, por lo tanto, había que practicarle una cirugía de inmediato, la cual consistió en un lavado de pulmones que le aplicaron al día siguiente de haberse detectado la afección.
Posteriormente, a María la dotaron de una vestimenta especial para que se protegiera mientras cuidaba a la niña, pues la enfermedad era contagiosa. “Y no solo eso —añadieron los médicos—, queremos que la contemple bien, porque este podría ser el último día que la vea con vida. La mayoría de los niños que son sometidos a esta operación fallecen a las pocas horas”. La expresión podía llegar a sonar insensible, pero justo por eso último se hacía necesario prepararla.
A los quince minutos de haber concluido la operación, María fue requerida por una enfermera para que se quedara junto a la paciente mientras se recuperaba. “Si la niña despierta, me llama —le dijo la enfermera—. Pero si pasa una hora y no despierta, entonces la pasaremos a una recámara donde ponemos a todos los que se van”.
En ese momento, ella entendió la frase “los que se van” como si se refiriera a los pacientes que dan de alta, pero en realidad se trataba de un cuarto de espera para que los que ya estaban en pos de abandonar este mundo.
Mientras la niña permanecía con los ojos cerrados, la madre iba mirando el reloj del teléfono celular, pero siempre con la esperanza de que despertara, hecho que ocurrió inesperadamente cuando Ana María abrió los ojos, respiró profundo y pronunció la palabra: “¡Mamá!”.
“Enseguida llamé a la enfermera —relata María—, pero no llegó ella únicamente. También llegaron el oncólogo, el infectólogo, el genetista y el anestesiólogo. Pero lo único que atinaron a decirle a la niña fue: ‘Ana María, ¿qué te quedaste haciendo en este mundo? La cirugía que te hicimos era para que te fueras a descansar. ¿Por qué te quedaste?’”.
Mientras la niña permanecía con los ojos cerrados, la madre iba mirando el reloj del teléfono celular, pero siempre con la esperanza de que despertara, hecho que ocurrió inesperadamente cuando Ana María abrió los ojos, respiró profundo y pronunció la palabra: “¡Mamá!”
En ese instante, María recordó los 21 días que la niña estuvo en cuidados intensivos. Todos los días llamaba cada hora para saber de su estado, pero siempre le respondían que estaba mejorando. Un día la escuchó llorar y la enfermera al otro lado de la línea le respondió que era un niño el que lloraba, pero la madre replicó que conocía muy bien el llanto de su hija que si lloraba así era porque algo le estaba sucediendo.
Al día siguiente, llegó al hospital a las 6 de la mañana y se reunió con la niña, mientras a sus espaldas escuchó a una enfermera jefe ordenando: “a esta señora déjenla estar con su hija, porque ya la niña está muy delicada”.
Durante esos 21 días, María llegaba a las 6 de la mañana al centro médico, se tomaba un tinto y permanecía rezando y llorando al lado de su hija, hasta que llegaban las 6 de la tarde y se retiraba a su hospedaje. En ese lapso de tiempo, y mediante sus oraciones, entregaba la vida de la niña a Dios y al Padre Marianito, el santo patrono de Cañaveral.
“Les pedía que le devolvieran la vida —dice—. Que me dieran la dicha de volver a casa con mi niña aliviada. Gracias a ellos, por fin, me le dieron de alta. Me la llevé para la casa con una medicina que debía aplicarle, para combatirle una bacteria que cogió en el hospital. Al mismo tiempo la llevaba diariamente al hospital para que la aplicaran las quimioterapias. Un día de esos, el médico me preguntó: ‘¿Usted qué hizo? Todos los niños en el estado en que ella estaba se nos han muerto, pero Ana María se quedó. Ella está para grandes cosas’”.
El asombro del médico tenía fundamento. Ana María, además de su síndrome de Down, sufrió leucemia, baja de defensas, bacteria infecciosa y aspergilosis invasiva; es decir, todos los requisitos para viajar hacia el otro mundo, pero seguía aferrada a la vida, gracias también a las plegarias incesantes de su mamá.
“¡Esto es un milagro!”, decían los médicos siempre que veían a Ana María llegando al hospital en los brazos de la madre. Posteriormente, le programaban quimioterapias orales en su casa por veinte días, combinadas con otro período en el hospital. Cumplido un año, le ordenaron citas para cada dos meses; y, finalmente, para cada año.
“En estos momentos, la niña quedó con una revisión anual con el oncólogo; un examen de hemoglobina, para revisarle la sangre; y otra cita anual con el pediatra. También la ha revisado el cardiólogo, y le encontró el corazón al 100%. Le hicieron una citología y la encontraron excelente. Pasado un año de tantos exámenes, me la entregaron y me dijeron que ya estaba bien; que, si pasaban cinco años y no recaía, ya estaba salvada”, recuerda María.
Después de siete años de aquella odisea, la niña goza de buena salud, aunque la madre no niega la preocupación que la invadía cuando los médicos le advirtieron que, si después de cinco años recaía, habría que practicarle un trasplante de médula.
“Ana María es hija mía —apunta María—, pero Coosalud EPS la adoptó”.
La niña está cursando cuarto grado de primaria en el Colegio Francisco Javier Barrientos, de la vereda La Montañita, a una hora de Cañaveral. Ana María y su hermano caminan una hora diariamente para poder asistir a clases, porque en esos territorios aún no hay transporte automotor.
Ella detesta los números y las letras, pero es diestra para colorear y rellenar espacios con figuras que recorta de revistas y periódicos. Tal vez su misión en la vida es ser una gran artista, cuyas creaciones, a su vez, sean como homenajes cromáticos a la vida.
“Hay que tener fe en Dios y en la medicina. Gracias al señor, Coosalud EPS ha sido como nuestra segunda familia”, recalca María.
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