Rosiris, su madre estaba dispuesta a donarle un riñón, pero resultó incompatible.
La única opción para seguir viviendo era que apareciera un donante. Vivo o cadavérico.
A sus 21 años, María Teresa llevaba dos años haciéndose diálisis todas las noches.
Nueve horas de domingo a domingo. Un aparato purificaba su sangre para eliminar toxinas, residuos y agua dentro del cuerpo. El milagroso riñón artificial.
La presión arterial podía llegar hasta 220 y los calambres eran insoportables. Se le encalambraban las manos, los pies, pero los más dolorosos eran los de la espalda.
Una mañana, después de una noche de esas para el olvido, llamó a su hermano, el enfermero, y él la llevó de urgencias.
Le diagnosticaron insuficiencia renal. Así, hasta con 13 pastillas diarias y muchas malas noches, iba a trabajar a la droguería del barrio. Siempre le ha gustado la farmacología, estudió dos años.
“Ella no es de quejarse mucho, ni en los peores días”, dice su madre.
Días y noches enteras, lidiando el calor de Barranquilla, viendo circular su sangre por el riñón artificial y esperando la llamada que le avisara que habían encontrado un riñón para ella. Ver películas le calmaba un poco el dolor. Esa es su pasión, el cine y los libros de mitología griega.
El 28 de diciembre de 2017 timbró la esperada llamada, desde Bucaramanga. Llevaba varios meses en el protocolo al que someten a los pacientes que van a ser trasplantados.
Los riñones son como del tamaño del puño de una persona. Tienen forma de fríjol. Los dos de María Teresa solo funcionaban al 12 por ciento de la capacidad.
En su abdomen tenía insertado un catéter, algo así como una manguera que conectaba la cavidad peritoneal con el riñón artificial. Ella misma hacía cada noche esa conexión para sacar, depurar y volver a envasar toda su sangre.
Llegó a pesar 37 kilos y compraba la ropa en la sección de niños. Borró todas las fotos de esa época que no quiere recordar.
La llamada de Bucaramanga llegó a las 10 de la mañana. Le avisaron que esa noche tenía que llegar al hospital de la Fundación Cardiovascular de esa ciudad, pues tenían un riñón cadavérico que lucía compatible con su organismo.
Inmediatamente llamó a Rosiris, quien pensó que era otra broma del Día de los Inocentes. “Con eso no se juega, mija”, le dijo su madre.
En su casa del barrio Colachera, sus abuelitos Salvador y Mercedes celebraban. La abuela la abrazaba y lloraba, y lloraba de la felicidad. “Ella llora hasta por el cambio climático”, dice María Teresa. Salvador, aunque lucía más recio, lloraba para adentro.
Su mamá vive a ocho horas de Barranquilla, en una parcela ubicada en una vereda de Achí, Bolívar, en la orilla izquierda del río Cauca, entre Magangué y Caucasia. Tenía que llegar a las 8 de la noche al aeropuerto de Barranquilla para acompañar a su hija a Bucaramanga a que le implantaran el riñón.
José David, su nieto de 16 años, la encaramó con maleta y todo en una moto para llevarla en menos de media hora al pueblo, al paradero del bus y alcanzó el bus de las 11 de la mañana. “Dios sabe cómo hace las cosas. Ese día, mi Dios colocó que no estuviera nada en camino. El bus no paró ni a recoger una carta. Me trajo directo hasta Barranquilla”, comenta Rosiris.
Solo venían tres pasajeros, quienes, con el chófer, se convirtieron en familia. El chófer la bajó cerca del aeropuerto Ernesto Cortissoz y él mismo paró un taxi que la llevara a su destino.
A las 8 de la noche estaban sentadas y abrazadas, en el último vuelo de Barranquilla a Bucaramanga.
Una prima hermana con la que se criaron juntas murió de insuficiencia renal a los 21 años. “Se le descalcificaron los huesos”, dice Maria Teresa.
“Ella nunca se ha visto deprimida, decaída por nada, ella siempre ha sido optimista y con fe, porque eso es lo importante de ella, nunca ha perdido la fe”, dice Rosiris.
Durmieron en la casa de paso que les brinda Coosalud. Esa noche no se hizo la diálisis y no pegaron los ojos.
“Compatible”, dijo el cirujano Antonio Ficuelda del centro de transplantes de la Fundación Cardiovascular de Bucaramanga.
Esa misma noche entró a tres horas de cirugía. Estuvo cuatro días en la unidad de cuidados intensivos. Ahora maría teresa tenía tres riñones. La operación de trasplante fue un éxito total. El día de esta charla estaban cocinando arroz con coco, zapayo y chicharrones de cerdo, uno de sus platos preferidos.
Su vida es normal. Va al gimnasio, aunque no siempre. Monta en bicitaxi. Trabaja en la droguería de 1 de la tarde a 9 de la noche. Va a cine, se mantiene pendiente de los estrenos. No bebe ni sabe bailar, desde siempre.
En la droguería la visita con con cierta frecuencia Luis, quien tiene unos 70 años, otro trasplantado con quien la contactó su hermano, el enfermero. Hablan de muchas cosas y a veces de sus riñones nuevos.
Sus riñones originales siguen ahí, cada vez mas pequeños y sin funciones. La presión sanguínea está normal. Ya no tiene los tenebrosos calambres que les provocaba la falta de potasio. Los resultados de sus laboratorios son muy normales. Ahora pesa 54 kilos.
“Dios te manda ángeles. Yo estoy viva porque me aparecieron dos ángeles. Mi tía Lenid, que se convirtió en otra mamá y se olvidó hasta de sus propios hijos para atenderme. Durante tres años se encargó de pedir y acompañarme a las citas, reclamar las medicinas, llevarme a los exámenes. El otro ángel, Karen Riquet, la coordinadora de Coosalud, quien siempre ha estado pendiente de mí, a cualquier hora, cualquier día”, dice María Teresa, recostada en un sofá café sobre el hombro de la siempre sonriente Rosiris, quien ha venido por estos días a visitarla.
Está feliz porque en menos de un mes va a ir a su pueblo. Van a matar un marrano. Su papá echará la atarraya y el trasmallo para sacar bocachicos de la ciénega.
Cocinarán viuda de bocachicos, hervida al vapor con yuca, ñame y plátano, sobre hojas de plátano, que reposan sobre palitos de guayabo cruzados. También habrá gallina y pato criollo. Y espuma de leche recién ordeñada. “A mi casa solo iré a dormir. Todos los días tendré comidas con mis primos y amigos”, relata,
Todo eso que Maria Teresa comía en su niñez y que, seguramente, le habrá dado fortaleza para asimilar la cirugía del trasplante.
Ahora está contando los días para ir, de primera, a ver el estreno de la última entrega de ‘Vengadores’. Una vida normal, solo que ahora tiene tres riñones.
“Toque, aquí se siente el riñón nuevo”, dice María Teresa, mientras se levanta un poco la camiseta color salmón.
Hasta ahora poco sabe del cadáver que le donó el riñón y le salvó la vida. Solo que era hombre, joven y que había fallecido en un accidente.
Su abuela la está llamando a almorzar. Ya va a ser la una y María Teresa tiene que ir a trabajar.
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