Aunque solo tenía 15% de probabilidad de supervivencia, los médicos que atendieron el caso de María Ángel —una niña que, a sus siete años, estuvo a punto de morir tras ingerir pólvora—hicieron hasta lo imposible por salvar su vida. Un trasplante de hígado fue necesario para su recuperación. Su madre fue la donante.
Durante el transcurso de sus siete años de vida, María Ángel Puerta Payares “nunca se había enfermado”. Así lo recuerda Juana María Payares Bolívar, su madre, quien refiere que, en la noche del 31 de diciembre de 2022, la pequeña —repentinamente— comenzó a presentar un intenso dolor abdominal. Horas antes, la niña se había comido una salchipapa, por lo que Juana creyó que quizá era que el producto estaba en mal estado.
Como lo habría hecho cualquier madre en un caso similar, Juana María fue a la farmacia más cercana y compró un medicamento contra los dolores estomacales, se lo dio a la niña y la acostó.
Pero en la madrugada, no solo notó que el medicamento no surtió efecto, sino que los dolores parecían más fuertes que cuando iniciaron. Además, María Ángel, afiliada a Coosalud EPS, empezó a decir frases incoherentes, lo que impulsó a su mamá a llevarla al puesto de salud más cercano, en su natal Santa Marta.
En el centro asistencial, el médico de turno informó a Juana María que su hija presentaba signos de intoxicación, por lo cual era urgente precisar qué alimento o producto letal había consumido en las últimas horas. La madre descartó la posibilidad de se tratase de algún veneno, pues ese tipo de sustancias nunca eran llevadas a su casa, teniendo en cuenta que allí viven niños pequeños.
“Pero los médicos —recuerda Juana María— siguieron preguntando sobre los alimentos o productos que pudiera haber consumido mi hija. Mientras tanto, a la niña le iban saliendo en la piel unas manchas de color sangre. Enseguida la trasladaron a un hospital, porque los doctores creían que podría ser algún problema con la bilirrubina”.
En el centro de salud de mayor complejidad, los médicos le practicaron diferentes análisis, a través de los cuales se percataron de que María Ángel tenía el estómago y el hígado sumamente alterados. En vista de la situación, el equipo médico intentaba obtener información de la niña, pero ella no pronunciaba palabra alguna.
A Juana María le advirtieron que lo más probable era que la niña fuese trasladada hacia un centro médico de Barranquilla, por lo cual retornó a su residencia en busca de lo necesario para el viaje. De regreso al hospital, le informaron que una psicóloga había logrado hablar con la pequeña, quien le confesó que había consumido unos triquitraques (elementos de pólvora letales para el organismo, ya que están fabricados con fósforo blanco) que, al parecer, le había dado otra menor.
De acuerdo con el Ministerio de Salud y Protección Social, en el último periodo de vigilancia intensificada, realizado entre diciembre de 2022 y enero de 2023, en Colombia hubo 1.153 personas lesionadas por pólvora, de las cuales 357 fueron menores de 18 años.
María Ángel debió ser remitida, de manera urgente, a Barranquilla, pues, a esas alturas, ya sangraba por los oídos, la nariz y la boca. Estaba en riesgo de muerte. Juana ya había pasado antes por la pérdida un hijo, que falleció a sus cinco años de nacido, y se negaba a la idea de que se repitiera la historia.
El viaje, por la velocidad que llevaba la ambulancia, duró una hora y cuarenta minutos. En cuanto la pequeña fue internada, los médicos anunciaron que debían intubarla y aplicarle un coma inducido, debido al cuadro de salud que presentaba.
Al día siguiente, el médico encargado le comunicó al padre de la niña que no había mucha posibilidad de que se salvara, ya que su sistema digestivo estaba gravemente deteriorado. No obstante, existía la alternativa de trasladarla, en avión ambulancia, a una clínica en Bogotá D.C. Y así fue.
Juana María recuerda que, ya en la capital del país, los galenos le hicieron saber que estaban luchando por protegerle a María Ángel el único riñón que no tenía afectación y, pese a que su corazón estaba a punto de un paro fulminante, prometieron que harían hasta lo imposible por arrebatársela a la muerte.
“Fue una luz poderosa la que me dieron esos médicos —relata Juana María. El doctor que recibió el caso me dijo: «En este punto, de un 100%, la niña tiene 15% de probabilidad de supervivencia, pero, mientras siga respirando, hay esperanza»”.
Más adelante, le comentaron que se necesitaba con urgencia un trasplante de hígado, para lo cual eran necesarios exámenes médicos rigurosos para ambos padres y trámites legales en la notaría. Mientras el padre de la menor se disponía a arribar a Bogotá en las próximas horas, Juana María asumió toda la responsabilidad de la situación: hizo las diligencias notariales y se sometió a los estudios pertinentes, los cuales arrojaron que ella era compatible con el organismo de su hija.
“Me ingresaron al quirófano a las 4 de la madrugada y salí a las 9 de la mañana. Recuperé el conocimiento siendo las 4 de la tarde, cuando ya el papá había llegado a la clínica. Después, ingresaron a la niña a la sala de cirugía. Durante el procedimiento, se estaba agravando un poco más, pero los médicos la estabilizaron. De todos modos, estaba inflamada, tomó un color morado, después negro y, por último, amarillo”, rememora Juana María.
Aún con las dolencias de la intervención, la madre logró ver a la niña cuando la trasladaban en una camilla hacia el quirófano. Esa visión, según afirma, le borró, por un momento, cualquier rastro de esperanza. “Al verla con esa cantidad de aparatos, tubos y mangueras —dice— me imaginé que no se iba a salvar”.
Sin embargo, con el transcurrir de los días, los médicos iban retirando los aparatos. Hubo un momento en el que la niña reaccionó despertó y de manera agresiva y preguntando dónde estaba y quiénes eran las personas que la rodeaban.
“Por esa razón —explica Juana María—, los médicos creyeron que la pólvora se le había subido al cerebro y hecho algún daño neuronal. Afortunadamente no fue así. Lo que sí ocurrió fue que el cerebro se le puso más pequeño, pero con los tratamientos que le aplicaron fue recuperando su tamaño normal”.
Otro de los recuerdos de la mamá era que, por la habitación de María Ángel pasaba todo tipo de médicos, uno por cada función del cuerpo, ya que la pólvora que había ingerido la regresó a ser como una niña recién nacida, a la que tenían que reeducar en todas las destrezas que ya había adquirido a sus 7 años.
“Las reacciones agresivas —anota Juana María— le permanecieron por unos días, pero, al mismo tiempo, iba progresando en el caminar, en el movimiento de las manos, en el hablar y en la ingesta de alimentos. Los médicos me sugirieron que le mostrara fotos y videos de sus familiares y amigos, para que fuera recuperando la memoria. Así también recordó que sabía leer y escribir”.
Para la madre es un verdadero milagro de Dios la recuperación de María Ángel, por cuanto, en un principio, los médicos anunciaron que, en caso de que se salvara, debía durar mínimo un mes en UCI (unidad de cuidados intensivos), pero solo duró quince días y fue, seguidamente, trasladada a la habitación donde ubican a los niños recién trasplantados.
María Ángel estuvo en Bogotá hasta marzo de 2023, tiempo en el cual los médicos decidieron que ya podía retornar a Santa Marta, con el compromiso de volver a la capital periódicamente para los respectivos controles y asignación de medicamentos.
“Yo di un órgano para salvar la vida de mi hija. Y si me toca volver a hacer algo similar por ella o por otro hijo, lo haré”, enfatiza Juana María.
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